5.10.07

La fin del mundo

De chico había una serie de pelis que me dejaban fantaseando un tiempo largo.
Sábados de Súper Acción era un clásico. A partir de las 2 de la tarde, tres películas de esas entre bizarras y pseudo futuristas, donde las naves espaciales colgaban de visibles hilos de nylon, los trajes de astronautas parecían más mamelucos de operarios de subte con una pecera en la cabeza y cosas así. Pero era lo más.
Películas como “La cosa”, La mosca”, “Aracnofobia” entre muchísimas, dejaban su impronta en mi tierno marulito y en el de todos mis amigos del barrio.
Había algunas pelis, que hablaban del fin del mundo, obvio con invasiones marcianas, con catástrofes que pulverizaban edificios de cartón, con insectos gigantes, o con naves que se llevaban a unos pocos sobrevivientes para vivir en Venus.
La sensación luego de toda una tarde de ver tanto celuloide temático sobre destrucción a mansalva (nunca había sexo) era muy particular. No era temor, ni pavor desmesurado. Era simplemente que algún día algo muy, pero muuuy jodido pasaría en el planeta y la cuestión era cómo sobrevivirla.
Tratar de escapar, imposible. Tratar de luchar contra esos mutantes espaciales, irrisorio. Huir de las catástrofes, simplemente vano.
En realidad era más sorprendente o asombroso que temible, aunque acarreara la extinción de toda la especie humana, o casi.
Hay días que, al salir de casa, la sensación es similar al efecto que producían aquellas pelis.
Lluvia de granizos del tamaño de pelotas de tenis, calles anegadas por lluvias de media hora, caos de tráfico y caras desencajadas, furiosas, desconcertadas.
Hoy por la mañana en la calle se respiraba ese clima calamitoso.
La ciudad despertando hacia una jornada en la que el fin del mundo parece inminente.
Algunas mañanas son muy raras.
Mucho.