Esos domingos, que a veces suceden cada dos o tres años, camino por una vereda del barrio de Floresta. Camino muy pegado a la pared, casi rozándola.
Cuando era chico caminaba de la mano de algún mayor por esa vereda, y al pasar por un lugar en particular, por un instante fugaz podía sentir un olor que jamás he sentido en ningún otro sitio. Ni barrio, ni calle, ni ciudad, ni país extranjero.
Ese olor siempre me fue imposible de describir. Ni perfumado ni nauseabundo, sólo agradable.
Algunas veces, en esos domingos, lo he percibido apenas, mezclado con otros olores nuevos. Otras, la mayoría, no.
El olor de las cosas es un tipo de registro que queda guardado por mucho tiempo en la memoria.
El olor de las casas, de los barrios.
El de los juguetes de plástico o madera.
El de algunas plazas.
El de los desayunos.
El de las personas.
"Cada uno tiene su propio olor particular, mucho más vívido y evocativo que cualquier expresión de su cara".
“Pero los humanos "sienten" al mundo fundamentalmente por medio de los ojos y de los oídos. No le prestamos atención al sentido del olor, y a menudo suprimimos la conciencia sobre lo que nos dice la nariz. A muchos de nosotros nos han enseñado que hay algo vergonzoso acerca de los olores.” (1)
Los olores, los aromas no se pueden describir. Se pueden compartir si la otra persona llega a sentir el mismo “objeto de olor”, pero salvo que se trate de plantas u otras manifestaciones más cotidianas y establecidas, muchos aromas sólo quedan guardados como indescriptibles. Y cada uno mantiene asociado un sentimiento, una manifestación también indescriptible –y personal- del placer o desagrado que ese aroma nos generó.
Aunque el olor se disfrace, algo aún se puede detectar. Un perfume sabe distinto en una persona o en otra.
Pero lenta y sutilmente vamos olvidando nuestra capacidad olfativa.
Y algunas veces, sólo podemos confiar en ella.
los caídos hijos de Eva”.
G.K.Chesterton