15.4.08

En una tierra de olores claros I

Hay un lugar, una vereda que transito muy de vez en cuando, precisamente los domingos que hay elecciones. Jamás hice un cambio de domicilio, a pesar de haberme mudado demasiadas veces, por lo que conservo la primigenia, antigua dirección electoral del documento que saqué a los 16.
Esos domingos, que a veces suceden cada dos o tres años, camino por una vereda del barrio de Floresta. Camino muy pegado a la pared, casi rozándola.
Cuando era chico caminaba de la mano de algún mayor por esa vereda, y al pasar por un lugar en particular, por un instante fugaz podía sentir un olor que jamás he sentido en ningún otro sitio. Ni barrio, ni calle, ni ciudad, ni país extranjero.
Ese olor siempre me fue imposible de describir. Ni perfumado ni nauseabundo, sólo agradable.
Algunas veces, en esos domingos, lo he percibido apenas, mezclado con otros olores nuevos. Otras, la mayoría, no.

El olor de las cosas es un tipo de registro que queda guardado por mucho tiempo en la memoria.

El olor de las casas, de los barrios.
El de los juguetes de plástico o madera.
El de algunas plazas.
El de los desayunos.
El de las personas.

"Cada uno tiene su propio olor particular, mucho más vívido y evocativo que cualquier expresión de su cara".

"El ser civilizados y humanos significa, por un lado, que nuestras vidas no están guiadas por nuestros olores. El comportamiento social de la mayoría de los animales está controlado por los olores y otras señales químicas. Perros y ratones dependen de los olores para localizar su comida, para reconocer caminos y territorios, para identificar parientes, para encontrar una compañera receptiva. Los insectos sociales envían y reciben intrincadas señales químicas que les indican hacia dónde dirigirse y cómo comportarse durante todos los momentos del día.”

“Pero los humanos "sienten" al mundo fundamentalmente por medio de los ojos y de los oídos. No le prestamos atención al sentido del olor, y a menudo suprimimos la conciencia sobre lo que nos dice la nariz. A muchos de nosotros nos han enseñado que hay algo vergonzoso acerca de los olores.” (1)

Los olores, los aromas no se pueden describir. Se pueden compartir si la otra persona llega a sentir el mismo “objeto de olor”, pero salvo que se trate de plantas u otras manifestaciones más cotidianas y establecidas, muchos aromas sólo quedan guardados como indescriptibles. Y cada uno mantiene asociado un sentimiento, una manifestación también indescriptible –y personal- del placer o desagrado que ese aroma nos generó.

Aunque el olor se disfrace, algo aún se puede detectar. Un perfume sabe distinto en una persona o en otra.
Pero lenta y sutilmente vamos olvidando nuestra capacidad olfativa.
Y algunas veces, sólo podemos confiar en ella.


“Ni narices tienen,
los caídos hijos de Eva”.
G.K.Chesterton


(1)Howard Hughes Medical Institute.

6.4.08

Serás lo que haces con lo que hicieron de tí

Hubo una época, en el borde impreciso entre la niñez y la adolescencia, más tirando a la primera, en que las pautas educacionales de los ’60-‘70 impelían la orientación de los párvulos hacia alguna actividad, arte o simple pasatiempos que fuera lo suficientemente ocupacional para erradicar conductas ociosas durante los meses estivales. Hablando en cristiano, mandar a los mocosos a realizar alguna actividad más formativa que recreativa durante el verano para que no pasaran los 3 meses de vacaciones rascándose el higo y evitar la inminencia de catástrofes materiales, como por ejemplo, quemar la casa o electrocutar al perro.

Quizá había en ello algún vértice de deslumbramiento de aptitudes artísticas y/o intelectuales del crío, aunque también era una excusa para mandarlo a hacer algo mientras los padres podían relajarse y tomarse un respiro durante algunas horas de la semana, esquivando el bombardeo de situaciones riesgosas a las que los pequeños demonios los tenían acostumbrados.

Todos los veranos de mi época colegial primaria e inicios de la secundaria fueron atiborrados con tales actividades.
Música, inglés, dibujo, colonias deportivas, aprendizaje de oficios, cursos de apoyo de lengua, matemática, física, química y otras menores que se disipan a la distancia se planificaban a partir de septiembre dentro del ámbito familiar, para rellenar meses de ociosas horas de siesta.
En mi caso particular, el problema de todas estas actividades, algunas interesantes y hasta divertidas, radicaba en que siempre, siempre eran impartidas como castigos.
Obligatorios castigos a los que había que asistir sin derecho a réplica.
“Vos seguí sin hacerme caso y en verano te mando a estudiar guitarra!”
“Si no haces la tarea, ya vas a ver como te mando a profesores particulares de Enero a Marzo”.
“Si no te bañas y seguís dejando la ropa sucia tirada por cualquier lugar, en verano te mando a una colonia para que aprendas a ser ordenado”.

Debo reconocer que no era dócil durante mi temprana edad, contrarrestando con los modos y costumbres del hermano que me antecedía. Y siempre, indefectiblemente, algún castigo debían acarrear la mayoría de mis hábitos.
Pero la obligatoriedad de ejecutarlos era lo que más me rebelaba.
Así fue como he aprendido varias materias, actividades, artes y enseñanzas generales: obligado a ejecutarlas. Y como mi aplicación a tales aprendizajes no siempre venía seguido del beneplácito de la felicitación por las notas, por la dedicación aplicada o por la destreza en la ejecución de lo aprendido, sentía que la única función de esas actividades era castigo.
Mi respuesta? Hacerlo de memoria, sin tener interés en escarbar en alguna de ellas para encontrarle el costado intelectual o formativo. Cosa que con los años me hizo olvidar tozudamente de algunas e ignorar las aplicaciones de otras.
Y encarar aquellas que nacían a partir de una satisfacción propia, aceptando que los estímulos y felicitaciones no habían sido parte de aquellos aprendizajes obligatorios, sino una elección personal.

Algunos -varios- años más tarde, cuando el hermano que me antecedía recibió su título universitario, quien asistía orgulloso al salón de ceremonias para felicitarlo fue sólo el hermano que lo precedía.