1.7.08

Los unos y los otros.

Vivir “al sur de..” tiene -o debería tener- algunas pautas propias. Bah, sería casi lo mismo que “vivir al norte de…” con la leve diferencia que la historia, al menos en esta parte del planeta siempre se escribió viviendo “al sur de...”.
En esta porción los cielos son parecidos o casi iguales a los de aquella, pero la concepción de trópicos y ecuador generó una percepción de las estrellas desde otra óptica. Y también del Sol.
Hace años, algunos siglos atrás, todas las sociedades cambiaron su nomadismo y su forma de vida rudimentaria con la aparición de la agricultura. Todos, los del norte y los del sur, los del este y los de más acá.
Todos.
Para comprender ese fenómeno tan prodigioso como era el crecimiento de las cosechas, el efecto de las lluvias, los momentos de recolectar lo sembrado debieron encontrar pautas. Pautas que las rigieran.
Y todos, los del norte, los del este, los de más acá y los del otro lado encontraron esas reglas invisibles mirando hacia arriba, al cielo. Las encontraron en las estrellas.
Y en el Sol.
Todos se dieron cuenta de lo mismo, aún sin estar comunicados entre los del norte y los del sur, ni los de más lejos con los de más acá. Se dieron cuenta que los días no duraban lo mismo, que a veces el Sol demoraba un poco más o un poco menos en aparecer por la mañana, o desaparecer al anochecer.
En una palabra, entendieron los ciclos solares que regían las siembras, las estaciones lluviosas, las cosechas, los fríos y las sequías. Y establecieron fechas para el inicio del proceso agrícola. Anual. Puntualmente preciso. Incuestionable.

Hay dos fechas, dos momentos que rigen este ciclo. Y a uno más que al otro se le dedicaron monumentos, festejos, cultos, incluso de lo deificó.
El momento en que el día deja de ser tan corto y el Sol empieza a permanecer más tiempo en el cielo.

Allá, en el norte, ese día es el 21 de diciembre.
Ahí nomás se daba inicio al nuevo año, al nuevo período de siembra. A la actividad más importante que aseguraba la permanencia y perpetuación de las sociedades sin necesidad de ser presas de las bestias, ni del caos de un mundo imprevisto… o casi. El día que el Sol comenzaba a alargar su visita era previsible. Y había que conmemorarlo. Y de manera incuestionable. De manera lo suficientemente sólida para que fuera el día más importante a festejar a lo largo del año agrícola.
Todas las sociedades se dieron cuenta de ello, las del norte y las del sur. Los pocos que vivían por debajo del ecuador también. Nosotros… o quienes habitaron este lado del globo.
En el norte, las religiones eran las encargadas de fijar los ciclos agrícolas, y establecer su conmemoración. También acá en el sur.
Pero dar explicaciones acerca del “porqué” significaba dar demasiados conocimientos a los simples campesinos, que lo único que tenían que saber era cómo sembrar, regar y cosechar. Los sacerdotes sólo se ocupaban de decirles “cuándo”, porque compartir demasiados conocimientos, de alguna manera, significaba perder su lugar de privilegio, su hegemonía, su poder. Los pueblos no tienen que saber los porqués, sólo tiene que tener conocimiento de los cómo. Los porqués son un saber restringido para aquellos privilegiados que tenían el íntimo orgullo de tener el dominio de dirigir al pueblo, amparados en su ignorancia.
O de empujarlo.

Qué curioso que, justamente, ahí nomás de esa fecha tan importante, se hubiera fijado –muchos años después y por un Papa sin ninguna visión divina, sino con más espíritu de practicidad hegemónica- una celebración también tan importante que poco tiene de referencia con el inicio de los días más largos, con la celebración del Sol calentando por más horas la vida. Muy curioso.

En el sur, algunos de los pocos pueblos que pudieron llegar a tener esos conocimientos no conmemoraban el 21 de diciembre, sino el 21 de junio como el día a partir del cual el Sol comenzaba a recuperar la vida. A partir de ese día empezaba un año nuevo.
En estas tierras al festejo se lo llamó Inti Raymi, y poco tenía que ver con el nacimiento de algún Mesías, sino con el final de la noche más larga, el renacer del Sol.
Esa es una de las razones, quizá la ignorancia oculta más atroz, del renombrado momento en que Pizarro, recién llegado al reino Inca envió a su fraile Valverde a dialogar con el Supremo Inca Atahualpa, a quien le ofrece una biblia expresando que esa "era la palabra de Dios”, a lo que Atahualpa, rascando las tapas y poniéndose el libro al oído no logra escuchar nada, por lo que lo arroja al suelo, diciendo que su dios está vivo y brilla en las alturas, y no se encierra cautivo en un libro.

Actualmente conmemoramos el 25 de diciembre, y el fin de año el 31, más por una cuestión de fe, que por conocimiento de las causas.
Como hace algunos siglos atrás, seguimos recluidos a actuar ignorando los porqués, mientras que quienes guardan celosamente el saber nos guían.
O nos empujan.


Por cierto, aunque con algunos días de atraso, Feliz Año Nuevo (nuestro).