31.8.08

Finitud de las palabras.

A veces las palabras no alcanzan, y eso es lógico.
Lógico en el sentido natural de la palabra, ya que la misma fue creada para definir acontecimientos, no para decir qué son.
La mayoría de los aconteceres que nos asaltan cada día pueden ser definibles en palabras, casi todos.
Cualquier hecho puede ser “traducido” a los demás seres. Eso no significa que se esté relatando el hecho en si, sino que se están buscando elementos que los demás puedan interpretar con un cierto grado de cercanía respecto al hecho acontecido.
O sea, se reinterpreta el mundo para hacérselo conocer a los otros.
En realidad no es una reinterpretación, sino sólo una búsqueda de elementos que sean comunes a los demás seres para que puedan solamente acercarse a lo vivido por uno mismo.
Y para eso se usa el lenguaje, o las palabras.
Pero también hay otros artilugios para transmitir un hecho. Decirle a otra persona “sos un pelotudo” con gesto adusto y las cejas fruncidas suele tener distinto significado a decirlo con una sonrisa y un tono de voz amable.
Pero las palabras son las mismas!
Entonces las palabras no pueden definir completamente un hecho, o una situación.
Nos sucede a todos cotidianamente que debemos dar más elementos a otro ser para hacerle comprender nuestra idea, o nuestra experiencia de una situación sucedida.

Obviamente no estoy inventando nada con esto, todos lo sabemos. Y además hubo importantes filósofos que se refirieron al tema.

La cuestión es cómo podemos hacernos comprender por los demás seres, cuando lo único que estamos usando para transmitir un hecho vivenciado sólo son palabras, o gestos, o imágenes, o ruidos, o caricias, o golpes.
Entonces solemos quedarnos con la sensación de no habernos hechos entender completamente.
Y la gran duda es “lo que sentí no es real si no puedo transmitirlo, hacerlo comprensible para los demás”.
Que a los demás les interese es otro problema.
Que los demás interpreten que uno mismo no lo puede transmitir en su totalidad, no es otro problema, sino el mismo.

Tratar de entender lo que dicen los demás es muy complejo. Generalmente buscamos a quienes puedan expresarse en el mismo lenguaje que uno mismo lo hace, sabiendo que la comunicación en ese caso será incompleta, pero al menos más cercana a la verdadera comunicación.
Por ejemplo no es inverosímil que un profesor de oboe y una concertista de violoncelo puedan enamorarse desenfrenadamente entre si, o que un maquinista de tren pueda hallar en una vendedora ambulante a su verdadera amiga. O que un agricultor encuentre en una panadera a la compañera para toda la vida. Ejemplos estos sólo de las relaciones sentimentales, pero que se pueden diversificar hacia varios otros tipos de relaciones.
Eso no quiere decir que una persona que trabaja en la municipalidad de un pueblo perdido en el mapa no puede mantener una sólida relación con el profesor de historia del colegio del mismo pueblo.
Lo que es necesario, independientemente de las experiencias, estudios, realidades y nuevamente experiencias de cada uno, es que ambos se puedan comunicar al compartir algo que no incluye palabras, o gestos, o imágenes, o ruidos, o caricias, o golpes.
Sino algo más intangible.
Sueños.
Pero no sueños idílicos de paraísos a la orilla del mar, o de bosques encantados con venados pastando en el jardín, o torcazas gorjeando al amanecer.
Sino sueños indescriptibles que generan emociones. Y esas emociones nos definen.

Soñar es importante, aún despiertos.
Porque si no soñáramos sencillamente no sabríamos quienes somos, ya que careceríamos de emoción, y mucho menos podríamos hacernos entender por otros seres.
Transmitir esa emoción nos comunica, o lo intenta.
Capaz que el otro comprende nuestro intento.
Capaz.