22.5.07

Tumbas (sin héroes)


De chico viajaba seguido al campo. Había unos parientes (en realidad parientes de mi madre; por aquel entonces no los veía yo como parientes propios) que tenían su casa en la afueras de alguna ciudad apenas alejada de Bs. As., pero lo suficiente para que fuera campo. Con los animales propios: vacas, caballos, pavos inmensos, chanchos monumentales, pollitos picoteando la tierra, con los cuales yo me fascinaba tan solo de mirarlos.

Pero la visita obligada, era pasar antes por el cementerio del pueblo. Había allí parientes (también considerados ajenos) que requerían una visita previa.
Llegar apenas una hora después del amanecer, a un cementerio de pueblo... era mágico.
Mármoles, bóvedas con pesadas puertas, floreros inmensos, el olor..., el olor constante de ramilletes de flores. La humedad del rocío aún impregnando las baldosas. Los gorriones, que a esa hora eran lo únicos sonidos que rebotaban en las galerías. El goteo de alguna canilla en los piletones en donde se cambiaba el agua de los floreros, agua helada del amanecer.
Yo me escapaba, cuando la visita a una bóveda se hacía muy tediosa, y caminaba por laberintos de criptas, lápidas y pabellones forrados de nichos. No, no jugaba. Miraba, leía epitafios, observaba fotos amarillentas, rozaba esculturas en bronce con los dedos. Asistía al solemne espectáculo de la paz.
No, tampoco imaginaba hechos macabros, ni siquiera me preocupaba por idealizar los rostros demacrados bajo la tierra.
Nunca me enseñaron – o nunca aprendí- a tener miedo en ese lugar. Era tan tranquilo, con tan pocas palabras rondando, apenas murmullos (porque, no se la razón, pero quienes allí iban a mantener vivo su recuerdo de sus seres alguna vez queridos, hablaban siempre en voz baja).

Así crecí, sin sentir aprensión por los cementerios, ni por quienes allí estaban depositados, ni sus huesos, ni los enmohecidos bronces, ni los rechinidos de las puertas.
Era un lugar confiable, y mucho lo asociaba yo al silencio. Los muertos estaban muertos, los vivos susurraban, quienes trabajaban barrían callados o llevaban un féretro en algún viejo carromato de ruedas desvencijadas... pero nada era temeroso.
Hoy, aún, sin reconocer ciertamente ningún tipo de inclinación necrófila, ni tampoco alguna ciega predilección por los cementerios, o mantener exacerbantes monólogos respecto a la muerte, camino muy de vez en cuando por algún camposanto, aunque fuese de esta furiosa ciudad.
Me es grato caminar sin la amenaza del miedo. Y con la compañía de un envolvente, reposado, respetuoso y manso silencio.