4.8.07

Afinidad sin diploma

Hace ya algunos años que hice mis viaje de estudios. La terminación del secundario tiene ese broche, a veces de oro, otras de simple hojalata.
Mi viaje no fue a Bariloche, era tradición del colegio ir al norte. Un viaje programado ya desde los primeros años de estudios.
Tampoco era un viaje organizado por alguna agencia de turismo, todo fue a pulmón. Era nuestro viaje, y no un paquete vendido para turistas adolescentes.
De alguna manera esa particularidad nos ha hecho mantenernos en contacto con mis ex compañeros. Cuando pasan algunos años, los suficientes como para tener ganas de vernos, nos encontramos nuevamente.
Se organizan reuniones, asados, día completo en algún club de campo, o, si nos encuentra medio faltos de imaginación, simplemente invadir una pizzería durante toda una noche.
Yo particularmente no mantengo contacto con ninguno, salvo algún correo esporádico, con la noticia de fulano que tuvo un hijo, mengana que terminó su carrera y ahora atiende pacientes en un piso de barrio norte, o del otro que ahora trabaja en Corrientes, o de aquella que está en Barcelona .
En realidad, si lo pienso rápido, hijos ya han tenido todos. Incluso algunos ya transitaron el divorcio. (quien suscribe es una excepción en ambos casos).
A veces, se intenta armar nuevamente un viaje al mismo lugar donde fuimos en viaje de egresados. Difícil, pero no faltan adeptos.
Un hotel con aguas termales en el norte del país. Hubo incluso algún fanático que eligió el lugar para irse de luna de miel.
Cuando nos encontramos, sea en el tipo de reunión que fuere, siempre terminamos con similar sentimiento: pueden pasar años, vivir cada uno sin tener noticias de los demás, pero siempre, indefectiblemente, nos conocemos el alma.
No necesitamos disfrazarnos, ni intentar impresionar o enmascarar nuestra vida con felicidades falsas. Tenemos una afinidad que nos hace hablar claro. No somos extraños, no crecimos separados sino que precisamente en esa edad, la adolescencia donde cada uno conformó su identidad como persona, estábamos juntos.
Nos tenemos confianza, de esa clase que no hace falta probar.
Muchos son profesionales, varios se fueron del país, algunos viven lejísimo del barrio donde estaba –y aún está- nuestro colegio.
Pero cuando acordamos un encuentro, ponemos la misma cantidad de sillas que bancos había en nuestro salón del secundario.
Para recordar que lo que somos, es un poquito producto de aquellos días donde ninguno era prescindible. Así no hubiese la afinidad íntima para llamarlo amigo.
Pero tener presente de donde venimos, a veces nos entibia lo suficiente para continuar el camino por el que, cada uno, caminamos.