Había sido un viaje largo. Primero debimos hacer trasbordo en Santiago –Chile- esperando unas tres horas por la salida del otro vuelo. El aeropuerto chileno muy vidriado, muy panorámico, pero esa noche estaba helado. Tres horas no justificaban ir hasta la capital, ni tiempo habría de sentarse a cenar en un restaurant.
El otro vuelo salió a horario. Amanecimos sobre la costa peruana –imposible ver los dibujos de Nazca, por más que pegué mi nariz a la ventanilla durante media hora- y luego de unas cuatro horas, llegamos a Panamá. Simplemente otra escala, pero que siempre se demoran mínimo media hora.
La siguiente sería Costa Rica, otra media hora.
Resultado: llegamos a tierras guatemaltecas al anochecer, por esos incomprensibles cambios de horario.
Llegar a un lugar desconocido –por suerte hablan español.. o algo parecido- genera toda una ansiedad propia de un adelantado.
Una combi nos llevó hasta Antigua, charlando en el trayecto con el chofer, un guía de turismo más que servicial. Él nos recomendó y llevó hasta la posada. Esa noche cenamos en un pollo frito de los tantos pollos fritos que abundan por toda centroamérica: el pollo campero.
Las calles, las iglesias, los edificios –que no existen- de Antigua tienen la particularidad de parecerse a adornos de tortas. A la vista parecen hechas de azúcar y mazapán.
Guatemala tiene varios volcanes, y algunos demasiado cerca de las ciudades.
Antigua tenía el suyo, que cada tanto hacía un bostezo de humo negro, al que había que mirar cada mañana para ver si tenía la cumbre cubierta por nubes. Eso anunciaba la posibilidad de lluvia, o de día despejado.
A la mañana lo miramos, más por curiosidad que para interpretar sus designios. A la tarde, después de recorrer la ciudad, almorzar en un minúsculo lugar acompañado por tucanes, cacatúas y bananas fritas, fuimos a buscar una agencia para hacer el viaje hasta Tikal.
Ya llevábamos dos días y medio de haber salido de Bs As.
Mi pareja en ese momento, tenía un problema.
Siempre le sucedía al viajar. Tanto a 50 km de la capital o, como ahora, a ocho mil.
Creo que a muchas personas les sucede, bah, todos tenemos descalibraciones cuando hacemos un viaje. Que el sueño cambiado, que las comidas, que el agua...Yo particularmente el agua de algunos lugares no podía tomarla. Y tampoco las gaseosas, ya que tenían... agua del lugar! Así que, en otro viaje, cuando Cuzco me recibió con su olor particular, yo andaba con botellas de villavicencio importadas.
Sí, un problema.
Nunca me pasó en Brasil, bah, en Brasil nunca me pasó nada que no fuera total, absoluta y gratamente asimilable. Todo ahí es para quedar con la cabeza abierta como una sandía.
Pero volviendo...ella tenía un problema.
Ambos sabíamos que sucedería, y también sabíamos que no sucedería aún , sino que faltaban algunos días más para que fuera un problema importante.
Recorríamos farmacias del lugar y lo tomábamos con calma, y hablo en plural porque cuando he viajado con una pareja, nada de lo que le sucediera me era ajeno. Sus problemas eran mis problemas. No me puedo desentender de un acontecer que le pudiera opacar el viaje, y además no estoy viajando solo. Si ambos nos elegimos, ya en una porción de nosotros dejamos de ser uno, no para ser dos, sino para ser uno y el acontecer del otro.
El viaje a Tikal lo postergamos un par de días, pero ya teníamos todo reservado. Tampoco hacíamos excursiones muy largas, sólo de algunas horas. No era cuestión que sucediera en un momento y un lugar inoportuno. Los lugares de ahí, todos, eran demasiado precarios.
Lo único confiable era siempre el cuarto del hotel. Y el baño.
Al amanecer del quinto día, salimos a buscar esa casa de tortas caseras cerca de la plaza principal. El aroma del lugar, mezcla de pastelería recién horneada más café molido ahí al toque, daban para estirar la mañana.
Cuando caminábamos sacando fotos de las iglesias, en otro tiempo destruidas por terremotos, hubo un aviso. Me lo dijo y nos miramos un par de segundos.
Falsa alarma. Seguimos.
Caminando por callecitas de medidas apenas generosas para el paso de carros tirados por burros, hubo una segunda...
Mejor vamos para la zona de nuestra posada.
Mirando y sacando fotos el tercero fue más certero.
Ya!! Me dijo. Medí la distancia hasta nuestro hospedaje, demasiadas cuadras. Taxis? Ni ahí. No tenemos otra, vamos caminando.
No fue caminando, ella arrastraba los pies conteniendo con fuerza mientras crispaba sus gestos. Habrán sido unas doce cuadras, pequeñas pero doce. Eternas.
La última cuadra ya era casi dolorosa. Pedí la llave del cuarto, ella me la arrancó de la mano mientras su mirada me amenazaba: ni pienses acompañarme.
Me quedé en la puerta, mirando la calle ya caliente de sol. Fumé uno, dos cigarrillos.
A los 20 minutos, ella volvía con una leve sonrisa.
Sí, a veces nos descalibramos en los viajes. Que el sueño cambiado, que las comidas, que el agua... A ella le daba por estar estreñida.