Usualmente, por razones propias de mi trabajo, me encuentro viajando. Todas las semanas estoy viajando por lo menos dos veces a zonas tanto del norte, sur u oeste.
A veces viajes cortos, de unos 60 km, otras más largos, al interior del país. Esa es una de las razones por las cuales acepté el trabajo. Viajar.
En la mayoría de los casos lo hago solo. No me gusta tener compañía laboral durante los viajes y, como algunos se estiran días, y mis compañeros laborales son todos casados, con hijos y otros familiares, no aceptan con buen agrado desaparecer por 3 o 4 días. O lo aceptan, pero al regreso les espera una cara muuuy agria de sus esposas. Entonces viajo solo.
Hace unos meses, volviendo de Posadas, tuve un acontecimiento poco usual.
Normalmente estos viajes no tienen una duración predeterminada, entonces el pasaje de vuelta lo compro casi en el mismo momento de subir al micro, o un día antes de tomar el avión.
En Posadas fui a comprar el pasaje y había 2 horarios disponibles, con diferencia de 30 minutos uno del otro. Los micros iguales, el servicio era de la misma categoría, no había más diferencia que 30 minutos.
Saqué el pasaje para el primero y me quedé tomando algo en el bar de la terminal. Sucedió algo –en realidad no fue algo, sino alguien- que me hizo rever el horario de partida. Entonces fui y cambié el pasaje por el otro micro, media hora más tarde.
Qué sucedió? En realidad nada, sólo me quedé esperando la despedida de una mujer. Nunca llegó, pero la esperé. Quería ofrecer lo único que yo tenía, la posibilidad de la espera.
Y si no llegó, es porque la despedida ya era tácita. Y debía suceder así.
Hay situaciones que no tienen más explicación que eso, hay espacios que no necesitan ser poblados de razones para que existan. Y merecen guardarse así, vacíos.
Cuando viajo en ómnibus suelo elegir el primer asiento simple del piso superior de los micros. Ese ahí adelante, para poder mirar a diestra y siniestra. He visto noches espléndidas abrirse delante, estrellas fugaces, lunas inmensas.
La cosa es que, bueno, tomo mi micro pensando en esos espacios vacíos, en esas explicaciones que no alcanzan. Luego de unas 6 o 7 horas de viaje, la ruta bloqueada. Cola de vehículos que andaban a dos por hora. Y llegó un momento en que directamente la fila se detuvo. Después de un buen rato, ya varios pasajeros nos bajamos para fumar, caminar, mirar el campo recién amanecido.
Ahí, uno de los choferes me contó: Hubo un choque, parece que con un muerto y varios lastimados. El que chocó fue otro micro de la misma empresa, que había salido un rato antes desde Posadas.
El micro se veía allá, desbarrancado de la ruta, a unos 700 mts más adelante. No necesité preguntar más, y fui a mirar, obvio.
Sí, era el micro que yo debería haber tomado, con toda su parte delantera hecha pedazos. Y los que resultaron heridos fueron los tres pasajeros que viajaban arriba, adelante y el chofer. El muerto fue quien manejaba el camión que, en dirección contraria, se cruzó de mano.
Sí, ese asiento que colgaba ahora destripado era mi lugar.
Ese no era mi momento. No todavía.
Sólo era, también, otro espacio vacío.