El último mensaje que envió a mi celular era desesperanzado, triste, dolorido.
No comprendió lo que muchas veces ninguno –ni yo ni nadie, creo- llegamos a comprender. Esta ausencia que hasta ayer no era tal.
Hasta ayer existía y hoy, a partir de ahora, el otro y la posibilidad del otro serían sólo una piedra que cae al agua, para perderla de vista e ignorar su futuro. Desaparecer de la arena, de la playa, de la superficie y dejar de ser.
No sabemos comprender las ausencias, por más que poblemos de razones las baldosas bajo nuestros pasos cada día.
Nadie está exento, no. –Ni yo ni nadie, creo-.
Pero hoy no me tocaba a mí, sino que yo tenía que cumplir el otro papel, el de piedra.
Ninguno de los dos roles me gustó jamás. Ambos dejan cicatrices.
Aunque siempre tratemos de reconocernos del lado del atormentado, como hojas en un temporal, torturados por un designio iracundo de los cielos, o a esa podrida manía que tenía el otro de hacernos sufrir. Mártires de la hipocresía ajena.
No, ser el actor víctima no es ser el único actor en esta obra.
Vivir es ser ambos, Es reconocernos justamente como condenados y también como jueces.
Y no levantar únicamente las banderas del dolor cuando una decisión del otro nos partió, nos arrancó un pedazo de tripas. Nos dejó sin aire.
Cruzamos constantemente la calle, y nos paramos en cada vereda según los momentos, los instantes, los sentimientos.
Y cuánto tiempo dura el dolor? Sólo aquel que necesitemos, el tiempo que la comprensión –o la falta de ella- designe para que el olvido aparezca, para que el viento deje de crujir.
El otro no nos hiere, sólo cumple con su letra en esta obra. Que nunca estuvo estipulada como comedia.
Vivir no lo es. Quien así lo creyera, se equivocó de teatro.
Éste está siempre lleno, con localidades agotadas desde hace años.
No comprendió lo que muchas veces ninguno –ni yo ni nadie, creo- llegamos a comprender. Esta ausencia que hasta ayer no era tal.
Hasta ayer existía y hoy, a partir de ahora, el otro y la posibilidad del otro serían sólo una piedra que cae al agua, para perderla de vista e ignorar su futuro. Desaparecer de la arena, de la playa, de la superficie y dejar de ser.
No sabemos comprender las ausencias, por más que poblemos de razones las baldosas bajo nuestros pasos cada día.
Nadie está exento, no. –Ni yo ni nadie, creo-.
Pero hoy no me tocaba a mí, sino que yo tenía que cumplir el otro papel, el de piedra.
Ninguno de los dos roles me gustó jamás. Ambos dejan cicatrices.
Aunque siempre tratemos de reconocernos del lado del atormentado, como hojas en un temporal, torturados por un designio iracundo de los cielos, o a esa podrida manía que tenía el otro de hacernos sufrir. Mártires de la hipocresía ajena.
No, ser el actor víctima no es ser el único actor en esta obra.
Vivir es ser ambos, Es reconocernos justamente como condenados y también como jueces.
Y no levantar únicamente las banderas del dolor cuando una decisión del otro nos partió, nos arrancó un pedazo de tripas. Nos dejó sin aire.
Cruzamos constantemente la calle, y nos paramos en cada vereda según los momentos, los instantes, los sentimientos.
Y cuánto tiempo dura el dolor? Sólo aquel que necesitemos, el tiempo que la comprensión –o la falta de ella- designe para que el olvido aparezca, para que el viento deje de crujir.
El otro no nos hiere, sólo cumple con su letra en esta obra. Que nunca estuvo estipulada como comedia.
Vivir no lo es. Quien así lo creyera, se equivocó de teatro.
Éste está siempre lleno, con localidades agotadas desde hace años.
Y en el otro, el de la otra cuadra, nunca me quedé hasta que termine la función, -ni yo ni nadie, creo-.