7.9.07

El color de las abejas

Aquel chico miraba por la ventana.
Siempre lo hacía, sin animarse a entrar.
Esa tarde, como otras, el sol de noviembre hamacaba siestas.
Él esperó a que el silencio de la casa, ese que rumiaba a través de las puertas cerradas de las habitaciones unidas, se dignara a guiñar su ojo.
Era la hora, salió sigiloso enmudeciendo el canto de las bisagras con los dientes apretados.
La sombra de algunos árboles, siempre daban sombra los árboles,
escondieron el sonido de sus pasos.
Ya en la avenida dejó el sigilo colgado de una reja y caminó
pensando si alguna tarde la volvería a ver.

Recordaba las palabras escuchadas al azar
en la panadería, aunque no las entendió todas.
Se las repetía cada mediodía a la salida de la escuela,
solas venían a buscarlo
desde un escaparate lleno de migas olvidadas.

Había sido durante una madrugada de viernes que los vecinos
se alertaron por los gritos y permanecieron curiosos detrás
de las persianas. Gritos que se aquietaron cuando el estampido
de los dos disparos iluminaron rojos, naranjas los vidrios de aquella casa.
Fugaces iluminaron.
El tercero demoró un rato, un poco, un momento largo.
En la panadería no se explicaban que culpa tendría la nena para semejante que la madre era otra cosa y se lo había buscado aunque él llegaba siempre tarde de madrugada porque mi yerno me dijo que el trabajo en el ferrocarril era siempre tan bonita calladita eso sí pero atenta cuando cruzaba a algún vecino con su delantalcito tan blanco y claro estaba sola sin su marido todo el día aunque a veces se la veía arreglada y se tenía que ir por varios días porque el ferrocarril descarrilaba lejos tan buenita con esos rulos que le caían y el vestidito a lunares quien hubiese imaginado tan callada trabajador y bueno.

Aquel chico miraba por la ventana.
A la hora de la siesta, cuando se encontraba con ella
para escribir con pedacitos de ladrillo en la vereda
juntos, y hablar del color de las abejas.