Cuando era chico, entre los ocho y los once años, edad en la que los padres solían –suelen- incentivar algún tipo de vocación en los párvulos, fui enviado por algunas horas semanales a recibir clases, particulares o de institutos, de algún tipo de arte o actividad manual.
Mis maestras de primario aconsejaban a mi madre para ello. Me veían con capacidades, aunque nadie entendía de qué.
Si bien en la escuela primaria no era mal alumno, tampoco era el mejor. Había una característica respecto a la mayoría de mis compañeros en la forma en que aprendía. De rápida comprensión sin hacer ostentación exagerada de ello, dedicaba pocas horas al estudio.
Tal es así que asistí a clases de dibujo, idiomas, música, incluso alguna actividad deportiva específica en clubes.
Había en todo ello un problema: yo no elegía la actividad, sino que era obligado a realizarla, con la pauta de haber sido elegida por mis padres como la mas acertada para mis capacidades y edad.
¿Consultarme? Descartado.
Entonces, como era por obligación, dibujo lo dejé a los dos meses, idiomas aprendí hasta que supe traducir el disco completo de Sgt. Peeper, y anduve por el barrio hablando de cielos de mermeladas cubiertos de diamantes y de ojos caleidoscópicos. Mis padres se miraron confusos y, ante la duda, postergaron el mandamiento de aprender idiomas.
Música era otro. Por tres años asistí puntualmente, bajo amenazas en algunas épocas, a clases de solfeo y guitarra. A mí me gustaba el piano, pero una cosa era mandar al infante a algunas clases como para que “aprenda algo” durante algunas horas de la semana, que mi madre aprovechaba descansando de los sobresaltos que originaba, y otra era pretender que “fuera” músico. Por lo tanto, piano nones.
En los tiempos en que asistí a clases de música, he debido rendir dos exámenes por cada año. Pero guitarra no me gustaba. La salida más aceptable a este dilema fue la más complaciente para ambas partes. Estudiaba de memoria. Y ello se tradujo en diplomas con nueve, diez, y mención especial algunos, durante mi efímero tránsito por la academia.
Con los años, este saber me dio participación en una banda formada entre compañeros durante el secundario. Ahí, tocar el bajo, era más cercano a mis inquietudes, tanto musicales como hormonales.
Tres conciertos, de ese tipo al que iban unas cuarenta o sesenta personas, sospechosamente parientes de todos los amigos conocidos, fueron el bautismo de fuego, y también del precipitado ocaso de la incursión por la veta musical. No hubo sexo ni drogas, sólo un incipiente de rock n’roll.
Los deportes no contaron con mi asidua asistencia, sólo por dos años estuve en las inferiores del equipo de voley de Velez.
Las obligaciones, los mandamientos familiares, justificados por mi rebeldía infantil, abundaron durante bastante tiempo. Y los había de varios colores y modelos: ir a la cancha los domingos con mi padre, era un castigo por las escapadas sin horario de regreso en que incurría, a los once años, para ir a caminar junto a mi primer novia –eso justificaba soportar cualquier castigo- por una plaza.
Vacacionar en colonias de verano –ah, esto me gustaba- era en reprimenda de las plantas y árboles que secaba inyectándoles extrañas mezclas de shampoo, kerosen, óxido de cobre y aspirinetas molidas.
O cables de lavarropas, heladeras o veladores que misteriosamente desaparecían, para luego ser descubiertos enroscados meticulosamente a la antena de tv en la terraza, intentando emular cercas electrificadas.
Debió ser por eso que mis padres, años más tarde, no asistieron a mis recitales con la banda, ni recibieron a mi lado el título secundario. Ni tampoco, durante la época universitaria, se interesaron por el avance de mis estudios, incomprensibles por supuesto.
Pero así y todo, aunque no fui del todo lo que ellos proyectaron, creo que estuvieron complacidos conmigo.
O no tuvieron más remedio.