26.6.07

Aromas vivos

Cuando era chico, tenía un par de libros de cuentos –bah, tenía varios, pero me refiero a dos en particular-. Lo recordé hace poco, mirando un video de Cerati.
Eran de ese tipo, se habría una hoja, y se levantaba una escena tridimensional con el texto del cuento en cuestión. No eran demasiadas hojas, cinco, siete a lo sumo, y cada una tenía en escenario distinto. Habían sido regalo de algún cumpleaños creo, por parte de unas tías.
También tenía libros para pintar, y había uno en particular que, traducido el efecto con los años, en ese momento me volaba la cabeza.
Hojas en blanco totalmente, y cuando les pasaba un pincel con agua, aparecían imágenes de colores. Me parecía mágico eso. Yo creía que los dibujos estaban dentro del pincel, que era muy gordo y me lo regalaron junto con el libro, y que al mojarlo, se chorreaban llevados por los trazos de mi mano.
Entonces, lo que hacía era guardar ese pincel, desechando el libro en cuestión.
Grande era la decepción (y porfiado el crío) cuando no aparecían imágenes si pintaba en cuanta hoja en blanco se cruzaba por mi camino, con el mismo pincel. Y por más que los mayores trataran de explicarme yo les discutía. Obvio, no era cuestión de quitarme la posesión de un pincel que yo había tildado con poderes.
Con los años, cuando aprendí a leer, otro tipo de libros fueron llegando a mis manos. Asterix, Barbazul, Gato con botas, Bella durmiente, con dibujos claro (y bueno, Perrault era prolífico).
Ya bastante más grande aparecían libros dispares a mi alcance: unos versos de Martín Fierro, un Decamerón (que no entendí y me quitaron abruptamente), también un Nuevo Testamento, pero ese me aburría.
Hasta que llegué a tener mi colección, ya con un par de años mayor, que integraron orgullosos mi primer estante de biblioteca. Eran sólo tres libros de una colección de cuentos. Cada uno los debo haber leído unas cuatro veces. La Isla del Tesoro, Robin Hood y Moby Dick. Ese tuvo un par de amenazas de lectura, pero deserté del barco ante la vista de sangre de ballena.
Todos eran de hojas gruesas, tapas duras y, desde los primeros hasta los últimos, guardaban cada uno un olor particular.
Olor de hojas, de pegamento, de cartón. De tinta, de viajes, de selvas y mares.
Hoy paso por algunas librerías, y en aquellas que tienen pinta de oscuridad, pisos de madera, una atmósfera entre mugrienta de polvo y colores desteñidos, y demasiados estantes para andar torciendo la cabeza leyendo lomo por lomo, huelo.
Hago como que miro de cerca los estantes mas viejos, pero en realidad estoy oliendo.
Creo que merece un post aparte hablar de los olores –ya me gustó la idea- pero en esas librerías, hago eso. Y no es tan erróneo el método.
Hace unos meses encontré, posiblemente por casualidad más que otra cosa pero creo que también fue por el olor, Barbazul, forrado de verde, rugoso, petiso y rechoncho como yo lo había conocido.
Por suerte el libro aún existía.
Por suerte el olor guardado en mi recuerdo, también.