4.2.09

Sol a barlovento


Pocas cosas habían quedado en el recuerdo, pocas entre los dedos, no en la memoria.
Si bien esta última no se borroneó con los años, quedó como impreciso el móvil que había originado, hace más de veinte, el implacable e impostergable deseo de hacer aquel viaje. Posiblemente fuera una de tantas movidas nacidas en la cabeza de otra persona, aunque no sin mi consentimiento, pero no propiamente mías.
Las que suelen contar con mi autoría son más desprolijas, tienen un ligero sabor como acerado y no se jactan precisamente por marcar un itinerario preestablecido. Varias veces he hecho padecer a mi eventual compañía de la insensatez de llegar a un lugar desconocido durante la madrugada sin siquiera un puta dirección de un lugar en donde dormir.
Volviendo: pocas cosas habían quedado en el recuerdo. Algunas fotos byn que monocromáticamente trataron de guardar los ocres y naranjas de la piedra, el rudo olor del viento, la sequedad de un sol seco y el calor de la tierra pegándose insinuante y sutil contra la cara. Y el helado frío hiriente de las madrugadas.

Ya casi no las recuerdo, aunque si husmeo un poco en los cajones posiblemente encuentre los negativos de FP4 revelados con Rodinal 1:25.
También quedó uno de los objetos con más antigüedad que suelo contar como posesión celosamente resguardada de tantas otras travesías y convivencias y mudanzas a los apurones: el mate que un amigo me regaló en la terminal de micros, a minutos de mi partida. Recuerdo que me conmoví mucho por aquel acto, tanto que nunca pude describirlo justa y honrosamente como lo merecía.
No quedó mucho más que eso. Pero curiosamente me había prometido volver algún día.
Promesa para mí mismo, no para espíritus fantasmas. Viajar liviano de equipaje ha sido casi siempre el denominador común y egoísta. Viajar sin guardar la tranquilidad de haber llenado el seguro de vida, sin llevar la incómoda premisa de volver con una caja de alfajores, un par de bombachas o un costurero de totora para nadie. Viajar sin despedidas ni llamados de larga distancia para acusar feliz arribo.
Viajar para reconciliar motivos, cuando ya los motivos hubiesen acumulado demasiado polvo en los estantes y, los más, haberse agrietado con el paso de demasiados inviernos.