30.9.07

Siesta

En otras oportunidades ya hice el comentario, pero merece recordarse.
Yo, normalmente por cuestiones de trabajo, viajo seguido. Son viajes cortos, pero me alejan lo suficiente de la ciudad como para saberme respirando otro aire, mirando otro paisaje a veces distinto de tanta propiedad vertical como la que inunda Bs As.
A veces voy y vuelvo en el día, a veces me toca quedarme por más tiempo.
La semana pasada me tocó radicarme por casi dos días en los pagos rurales de Pergamino, previa pasada por Arrecifes.
Zona particularmente agraria, ya que tiene unas de las mejores tierras de la pcia. Por eso el centro y sur de esta pampa se dedica con más exclusividad a la ganadería donde si bien los pastos son buenos, la tierra no tiene tanta calidad como en esta parte para el cultivo. Como el sur de Sta Fe, E. Ríos o Córdoba
Bien, pasada la ficha técnica, sigamos.
A veces podemos ver todo un cosmos, sólo mirando dentro de una cáscara de nuez. Ampliar o disminuir nuestra percepción debería ser una materia obligatoria dentro de aprendizaje escolar, como para no crecer creyendo que cada uno conforma todo el universo posible.
El ritmo de estas ciudades (aunque uno mismo, salido de ésta mucho más grande, quiera rotular a aquellos como pueblos) es aletargado, tranquilo. Se empieza a ver movimiento a partir de las 7 de la mañana, creciendo hasta el mediodía. Luego del almuerzo, condición irrefutable es dormir una siesta.

Yo, de chico, tenía parientes en una ciudad del interior. Un viaje de unas cuatro horas que finalizaba visitando como primer parada obligada el cementerio. Luego venía la recorrida por el campo de tías, primos, gente que no sabía que tipo de parentela eran, pero que siempre nos recibían con alegría. Obviamente viajaba con mis padres, que llevaban y traían noticias de una ciudad a otra.
Estas visitas eran generalmente de un día, muy rara vez podía ser el fin de semana completo, pero siempre las iniciaba con ansiedad, desde la hora de salida, normalmente de madrugada.
Llegar al campo, recibir besos, sonrisas francas y chistes –siempre se hacen chistes en el campo, chistes que yo no entendía ni siquiera que guardaban un afecto en su interior- era el aperitivo del viaje.
Mi plato principal se iniciaba a la media hora de llegar: yo me ocupaba, mientras los mayores entablaban charlas aburridas durante horas, en:
- Ir a correr a las gallinas.
- Huir corriendo de los teros.
- Investigar dentro de todos los galpones.
- Treparme al (y caerme del) molino.
- Darle de comer duraznos a los chanchos.
- Seguir corriendo a las gallinas.
- Subirme a tractores destartalados.
- Meter la mano en el nido de todo pájaro, hornero incluido, que estuviera al alcance.
- Correr liebres entre el maizal.
- Darle de beber agua a los hijos de las vacas –ya se! pero yo les decía así-
- No acercarme al toro “porque es malo” (?).


Cuando volvía para la casa, de la que a veces me alejaba un par de leguas, ya era digno de ser metido, junto con mi ropa, dentro de una bañera, o debajo del chorro de la bomba de agua.
El viaje de vuelta rara vez me encontraba cansado como para caer dormido en el asiento de atrás del coche.
Entre paquetes conteniendo choclos, salames caseros, huevos y tierra impregnada desde las orejas hasta los tobillos, yo volvía pensando, entre otras cosas, porqué dormían la siesta.
Habiendo tanta vida, tanto anchor, tanto búho, caballo, riacho, bosque, tranquera, pájaro grandote y feo, sapo, maíz. Tierra y barro y árbol para trepar como se podían aburrir durmiendo una siesta?
Claro, yo no vivía allá como para comprender el necesario descanso. Pero en la ciudad yo tampoco dormía siesta.
Siempre era el momento en que los mayores no molestaban como para recorrer e investigar. Para mirar a mi vecina por arriba del tapial, para desarmar el juguete nuevo, para leer aquel libro que ocultaba. Cualquier cosa menos estudiar, eso ya formaba parte del horario de obediencia debida.
La siesta es una cosa de grandes. Que se disfruta y mucho, pero de grandes, cuando ya paladeamos el placer que reporta. Individual o compartida.

De volver a vivir una vida semejante a la que tuve, pocas cosas cambiaría.
Las siestas de la niñez por ejemplo, las mantendría vigentes como el momento más placentero dentro de cada jornada.
Sin dormirlas, obvio.

24.9.07

Breve

Qué lindo tema (dije tema y no tango) es Grisel.
Hay versiones más acertadas que otras. Me estrañaría que E. Morgado no lo haya hecho.
Pero la que hizo L. Vitale es para escuchar.

Pero tampoco recomiendo música.

20.9.07

Feliz año nuevo mío

Los 20 de septiembre termina mi año.
Hace algún tiempo fijé esta fecha, para no andar desperdiciando el 31/12 con balances, estadísticas y recuentos.
Ya hay mucho para hacer el 31.
Que subirse a una silla, que comer no se cuantas uvas, que ponerse ropa de determinado color (nunca pude confirmar si las mujeres se ponían eso que dicen que se ponen, de color amarillo o rosa), que brindar y romper la copa, que bajarse de la silla con un determinado pie (soy zurdo y siempre lo hago con el pie equivocado), que recordar a quienes estaban, a quienes hubiesen estado, a quienes no quería que esten...
Y tratar de hacer todas esas cosas, con varias copas encima.
No, es mucho para un solo momento.
Si bien para esta fecha no se consiguen cañitas voladoras, ni tampoco da para andar gritando por la calle “feliz año nuevo” a cuanta chiruza que se encuentre balconeando, ya bebida hasta los codos, tendré mi modesto festejo.
Unipersonal, obvio.
Sin pan dulce, ni garrapiñadas. Quizá aparezca alguna nuez caída de la mesa de las navidades, olvidada en un rincón lejos de la algarabía de las doce...Quién sabe.

Ah, el balance?Es mío! Quizá –y sólo quizá- si llega a dar un resultado medianamente significativo, abrá post de ello.
Salud!


16.9.07

Fobia

Serían doce horas de ayuno, ningún problema con eso.
Al día siguiente, levantarme más temprano que lo usual para llegar en horario a la clínica. Tampoco hay problema.
El tramiterío no es algo para mentes con IQ elevado. Prueba superada.
La espera ya me sorprendió tamborileando con los dedos sobre mi rodilla. Apenas diez minutos, o menos.
Mi nombre, consultorio 3.
-Buen día, trajo la muestra de orina?
-Hola, buen día. Sí, aquí está.
Joven, en el límite entre linda e intrascendente, tirando a linda.
Prepara tubos, muchos con tapas de distintos colores. Miro su tarea mudo.
-Bueno, subite la manga y apoyá el brazo acá.
Ya el tuteo me cayó mejor, aunque no había razón para no usarlo.
Mientras pega etiquetas numeradas en las probetas –todos somos un número- saca ese endemoniado jeringón, digno para una peridural de un caballo.
Resoplo en silencio. Trato de quedarme quieto, mi pie derecho me traiciona.
A esa jeringa de medida descomunal, le inserta la nefasta, satánica aguja...

Desde chico, -obvio, estas sensaciones nacen en la infancia- le tengo aprensión a las agujas. Está todo bien con ellas pero si se tienen que insertar en mí para ponerme o sacarme algo, me altera.
Alguna vez, cumpliendo con la patria como conscripto, me ha tocado asistir a un compañero con una herida cortante a la altura de sus riñones, junto al médico milico. Llevarlo en andas, contenerle la herida abierta -considerable por cierto- con las manos no era en absoluto un problema. Ignorar sus gritos de dolor, y sus movimientos tampoco. Ni asistir para la curación y luego para la sutura.
Pero en el momento en que me solicita (un militar no solicita, ordena) sostenerle el brazo para inyectarle no sé qué espeso y amarillo empaste, con un aparato propio de la edad media, y aguja de colchonero, ya fue otro tema.
-Sosténgalo que no mueva el brazo. Fuerte.
Le apreté tanto el brazo, que quedaron mis dedos marcados. La vista de esa jeringa metiendo algo que se rehusaba a meterese, denso, la aguja levantando la piel, extraer un poco de sangre para verificar que estuviese en el lugar correcto, me hicieron transpirar.

Las fobias son aprendidas. Algunos tenemos esas cosas que nos alteran el encéfalo –los profesionales, que se que leen esto, permítanme la licencia. Encéfalo en lugar de "ignoto sitio de la psiquis" me pareció con mejor cadencia de sonido, además de ser palabra esdrújula que tiene un cariz así como entrevarado y bla bla bla...- hasta el punto de sobresaltarnos nerviosamente.
Miedos inconscientes que acunamos desde un ignoto origen en la formación de nuestro marulito.
He conocido gente que siente aprensión por las plumas de cualquier bicho emplumado –que esté vivo, curiosamente. Con los plumeros o almohadones ningún drama-.
Lo mío con las agujas de jeringas lo he deshilvanado hasta encontrar los orígenes.
Los miedos de ese tipo, arañas, fuego, lugares cerrados, cucarachas, cuchillos, agua caliente, etc son producto de una idea externa que interiorizamos como peligrosa, o amenazante.
He asistido a la creación, en una criatura de 4 años, del miedo a las cucarachas. Simplemente la madre, cuando el infante se levantaba descalzo de noche para ir al baño, le creó el temor a ellas diciéndole que le morderían los dedos, para asegurarse que se calzara y no caminara sobre el piso frío en invierno. El crío, antes de eso no tenía miedo a tales asquerosidades, de hecho las trataba como simples hormigas o mosquitos. Pero a partir de ese miedo en la oscuridad, de ese ser que le podía dejar los pies hechos muñones, creó ese irracional miedo.
Hay muchos. La mayoría de nuestros hábitos los asociamos como naturales a partir de una, a veces tácita, deformación externa.
Algunas personas tienen la costumbre de pegar en demostración de afecto. Muchos lo hacen: como gesto cariñoso aplican un golpe en la nuca, o en el brazo o a modo de patada en el culo.
Claro, pero te explico querido: que a vos te hayan cagado a palos de chiquito, diciéndote que lo hacían porque en realidad te querían, era una mentira. La violencia jamás es afecto, siempre es violencia. Si te la vendieron así es porque la bibliografía que consultaron tus padres para criarte era la colección de Me Cago en Piaget. Ya es hora que te bajes de la higuera y generes tu propia apreciación del mundo.
Y deja de pegarle golpecitos en el brazo a tu novia, a tus amigos –o a tus hijos- porque eso, a la larga te transforma en un golpeador de primera. El confundido sos vos, y lo demás no tienen que hacerse cargo de la ignorancia de los padres que tuviste, ok!?
Y vos, que aceptás esos golpes con una sonrisa, enterate: también estás equivocado/a . A tus progenitores no le podías detener la cachetada, pero al resto del mundo sí.


..ella me ató la goma en el brazo, me hizo cerrar el puño.
-Respirá profundo.
Obvio que no miré esperando el certero impacto brutal de esa aguja penetrando en mi vena.
No exagero, sentí algo demasiado leve. Muy, pero muy tenue que ni siquiera pude asociar al pinchazo. Ella, que estaba en el límite de ser linda o intrascendente, me pareció la mujer mas bella de la tierra. Cuando me dijo que aflojara la mano y mantuviera el algodón cubriendo una in-sig-ni-fi-can-te marca, la miré como para proponerle casamiento.
Me devolvió una sonrisa mientras se dedicaba a llenar montones de tubos con mi líquido elemento.
Salí feliz, y con ansias de que me llamaran nuevamente de la clínica en algunos días, porque hubiese algún error en los análisis que requiriere volver a efectuar el maravilloso procedimiento.

Update:
Fuí a retirar los análisis. Ella no estaba.
Claro, tanto brazo que pasa por sus manos por día...
Tanto jeringazo que aplica sin recibir, seguro, una mirada como la que yo le dirigí.
Sólo se quedó con unos cc de mi sangre. Me dejó anémico y me olvidó.
Sólo fui para ella un hepatograma más...
No importa, el sentimiento que guardé no necesita replicarse en su eco. Es mío.
Y así quedará guardado, sin rencores.

11.9.07

Autismo

Cuando voy al cine –no, no voy a recomendar pelis porque yo NO recomiendo pelis, ok?- suelo quedarme hasta que terminan todos los títulos, ya lo comenté en algún post.
Lo que suelo hacer, pero eso es menos intencionado sino que solamente sucede, es no poder hablar de la peli durante un buen rato.
Hay quienes ya mismo al salir del cine están pensando en un café, una porción de muzzarela con cerveza o desfilar por los bares de palermo. Yo no pienso.
Me ha pasado de ir con alguien y escuchar ahí, al minuto de terminada “qué te pareció?”
No puedo decir nada, necesito varios minutos, a veces muchos para poder encontrar una traducción entendible como opinión de la misma. Así sea para otra persona o para mí.
Pero rara vez voy acompañado al cine, rara vez lo elijo como salida compartida.
Alguna vez hace años, saliendo de ver el cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, ya en el hall del cine me interceptó alguien, no sé quien era, ni si era hombre o mujer. Compréndase, salir de ver algo de Greenaway no es como salir de ver a Franchella. La cabeza estaba cercenada en pedazos minúsculos que en ese momento trataban de reacomodarse a su lugar original.
Me preguntó “qué tal es esta película?”.
Lo miré, -o la miré, dije que no recuerdo- fijo pero como mirando una ola de 200 mts de altura que avanzaba por Corrientes, con ojos grandes y tratando de comprender un dialecto tan inverosímil como el swahili.
Desconcertado por la pregunta –cualquier cuestionamiento en ese momento me hubiese desconcertado, hasta preguntarme si esa mañana había desayunado con café o mate-.
“No” contesté. “No lo sé”. Y me fui caminado buscando algo en las baldosas mientras susurraba “no lo sé” haciendo una leve negativa con la cabeza.
Ahora que lo pienso, esa debe ser la razón de ser esquivado por amistades para compartir una salida al cine.


10.9.07

De colores y soles

Hay un fenómeno óptico que hace más de un siglo la fotografía bautizó. Más tarde se lo prestó a su hermana, la cinematografía y ella a su vez a su hija boba. Un principio simple, la descomposición de la luz.
Este principio, sintetizando, especifica que, de la unión de un haz de luz rojo, otro azul y otro verde, se forma un haz de luz blanca. Esto es el principio aditivo.
Existe el sistema sustractivo, que es algo similar pero inverso. Igual no viene al caso para esta explicación tal método – no se apresuren a probarlo, la luz negra, físicamente, no existe-.
Quedémonos con que la suma de tres colores primarios, dan por resultado luz blanca.
Si bien este principio se refiere únicamente a la luz, ya que con pigmentos no se manifiesta, dado que ahí intervienen cambios químicos que no hacen a la luz sino a la característica de absorber un determinado haz de la misma por parte de cualquier objeto opaco.

Nosotros somos opacos. Créanlo.
Hay gente –ópticamente hablando- más opaca que otra y algunos –subjetivamente- más transparentes. Pero en términos generales, todos los humanos, razas y malestares hepáticos incluidos, somos opacos.
O sea, reflejamos un determinado haz de luz de acuerdo a la luz absorbida por sustracción de colores.
Pero por adición –no, por adicción no, ahí estamos en otro tema, a veces más divertido, otras no tanto- digamos que reflejamos una determinada mezcla de rojos, verdes y azules.
Pero para poder reflejar tenemos que partir de lo dicho anteriormente: somos opacos.
Ahora ¿porqué luz blanca? Digamos que como tenemos desde hace un buen tiempo sólo un sol, el ñato ejerce una hegemonía dictatorial respecto a nuestra percepción de los colores, ergo de nosotros mismos.
Algunos animales no pueden visualizar todos los colores, y una minoría, directamente ninguno teniendo sólo una visión en blanco y negro-grises incluidos-.
Nuestra percepción de transparencia de otro ser –humano para no complicar el asunto- pasa por otro lugar. Y en ese otro lugar no hay colores, aunque se mal interprete que uno está viendo las cosas color de rosa. O que se las ve negras.
En ese lugar no hay colores, hay afectos. O sentimientos o sensaciones.
Aún así, sin ver colores, vemos transparencias. O creemos verlas, que eso también es válido y mucho.

La mentira de ver la realidad y tergiversar de ella la porción que mejor nos define, nos mantiene vivos.
La cuestión es que no creamos que nuestra mentira es la más realista de todas las mentiras existentes. Sólo nos sirve a nosotros, quizá podamos compartir algún fragmento menor de ella, pero digamos en términos generales que nuestra mentira es única.
Repito, antes que crispen los dedos contra el teclado y comiencen con improperios: la mentira es creer que ese segmento de realidad al que nos aferramos es LA realidad.
Claro, hay realidades y realidades, o para ser más criteriosos hay mentiras mas realistas que otras.
Van Gogh tenía él solito la certeza que sus pinturas representaban su universo, el resto de sus contemporáneos no. Con la excepción de Artaud -espero los puristas sepan consentirme-.
Sin intentar entrometerse en planos psicológicos o, mas profundamente, en filosóficos, digamos en términos generales que, cuanto más apartado de la realidad de los demás uno mismo se encuentre, posiblemente más cerca de la propia esté.
Pero el problema de todo esto, de Van Gogh, de un único sol, de adicionar o sustraer colores, de ver seres opacos y de encontrar algunos transparentes es que necesitamos de la mentira de los demás, lanzada al aire con fuerza de verdad.
Sin ellos, nuestro universo tendría un sol apagado.
Y vivir con un sol apagado, no implica sólo la nimiedad de vivir sin sombras.
Implica no vivir, o vivir sin los demás.
Que podría llegar a interpretarse como lo mismo.


7.9.07

El color de las abejas

Aquel chico miraba por la ventana.
Siempre lo hacía, sin animarse a entrar.
Esa tarde, como otras, el sol de noviembre hamacaba siestas.
Él esperó a que el silencio de la casa, ese que rumiaba a través de las puertas cerradas de las habitaciones unidas, se dignara a guiñar su ojo.
Era la hora, salió sigiloso enmudeciendo el canto de las bisagras con los dientes apretados.
La sombra de algunos árboles, siempre daban sombra los árboles,
escondieron el sonido de sus pasos.
Ya en la avenida dejó el sigilo colgado de una reja y caminó
pensando si alguna tarde la volvería a ver.

Recordaba las palabras escuchadas al azar
en la panadería, aunque no las entendió todas.
Se las repetía cada mediodía a la salida de la escuela,
solas venían a buscarlo
desde un escaparate lleno de migas olvidadas.

Había sido durante una madrugada de viernes que los vecinos
se alertaron por los gritos y permanecieron curiosos detrás
de las persianas. Gritos que se aquietaron cuando el estampido
de los dos disparos iluminaron rojos, naranjas los vidrios de aquella casa.
Fugaces iluminaron.
El tercero demoró un rato, un poco, un momento largo.
En la panadería no se explicaban que culpa tendría la nena para semejante que la madre era otra cosa y se lo había buscado aunque él llegaba siempre tarde de madrugada porque mi yerno me dijo que el trabajo en el ferrocarril era siempre tan bonita calladita eso sí pero atenta cuando cruzaba a algún vecino con su delantalcito tan blanco y claro estaba sola sin su marido todo el día aunque a veces se la veía arreglada y se tenía que ir por varios días porque el ferrocarril descarrilaba lejos tan buenita con esos rulos que le caían y el vestidito a lunares quien hubiese imaginado tan callada trabajador y bueno.

Aquel chico miraba por la ventana.
A la hora de la siesta, cuando se encontraba con ella
para escribir con pedacitos de ladrillo en la vereda
juntos, y hablar del color de las abejas.

5.9.07

Erudito

Los padres suelen, inevitablemente, proyectar para sus hijos una profesión, actividad o deseo propio inconcluso.
Cuando era chico, entre los ocho y los once años, edad en la que los padres solían –suelen- incentivar algún tipo de vocación en los párvulos, fui enviado por algunas horas semanales a recibir clases, particulares o de institutos, de algún tipo de arte o actividad manual.
Mis maestras de primario aconsejaban a mi madre para ello. Me veían con capacidades, aunque nadie entendía de qué.
Si bien en la escuela primaria no era mal alumno, tampoco era el mejor. Había una característica respecto a la mayoría de mis compañeros en la forma en que aprendía. De rápida comprensión sin hacer ostentación exagerada de ello, dedicaba pocas horas al estudio.
Tal es así que asistí a clases de dibujo, idiomas, música, incluso alguna actividad deportiva específica en clubes.
Había en todo ello un problema: yo no elegía la actividad, sino que era obligado a realizarla, con la pauta de haber sido elegida por mis padres como la mas acertada para mis capacidades y edad.
¿Consultarme? Descartado.
Entonces, como era por obligación, dibujo lo dejé a los dos meses, idiomas aprendí hasta que supe traducir el disco completo de Sgt. Peeper, y anduve por el barrio hablando de cielos de mermeladas cubiertos de diamantes y de ojos caleidoscópicos. Mis padres se miraron confusos y, ante la duda, postergaron el mandamiento de aprender idiomas.
Música era otro. Por tres años asistí puntualmente, bajo amenazas en algunas épocas, a clases de solfeo y guitarra. A mí me gustaba el piano, pero una cosa era mandar al infante a algunas clases como para que “aprenda algo” durante algunas horas de la semana, que mi madre aprovechaba descansando de los sobresaltos que originaba, y otra era pretender que “fuera” músico. Por lo tanto, piano nones.
En los tiempos en que asistí a clases de música, he debido rendir dos exámenes por cada año. Pero guitarra no me gustaba. La salida más aceptable a este dilema fue la más complaciente para ambas partes. Estudiaba de memoria. Y ello se tradujo en diplomas con nueve, diez, y mención especial algunos, durante mi efímero tránsito por la academia.
Con los años, este saber me dio participación en una banda formada entre compañeros durante el secundario. Ahí, tocar el bajo, era más cercano a mis inquietudes, tanto musicales como hormonales.
Tres conciertos, de ese tipo al que iban unas cuarenta o sesenta personas, sospechosamente parientes de todos los amigos conocidos, fueron el bautismo de fuego, y también del precipitado ocaso de la incursión por la veta musical. No hubo sexo ni drogas, sólo un incipiente de rock n’roll.
Los deportes no contaron con mi asidua asistencia, sólo por dos años estuve en las inferiores del equipo de voley de Velez.

Las obligaciones, los mandamientos familiares, justificados por mi rebeldía infantil, abundaron durante bastante tiempo. Y los había de varios colores y modelos: ir a la cancha los domingos con mi padre, era un castigo por las escapadas sin horario de regreso en que incurría, a los once años, para ir a caminar junto a mi primer novia –eso justificaba soportar cualquier castigo- por una plaza.
Vacacionar en colonias de verano –ah, esto me gustaba- era en reprimenda de las plantas y árboles que secaba inyectándoles extrañas mezclas de shampoo, kerosen, óxido de cobre y aspirinetas molidas.
O cables de lavarropas, heladeras o veladores que misteriosamente desaparecían, para luego ser descubiertos enroscados meticulosamente a la antena de tv en la terraza, intentando emular cercas electrificadas.
Debió ser por eso que mis padres, años más tarde, no asistieron a mis recitales con la banda, ni recibieron a mi lado el título secundario. Ni tampoco, durante la época universitaria, se interesaron por el avance de mis estudios, incomprensibles por supuesto.
Pero así y todo, aunque no fui del todo lo que ellos proyectaron, creo que estuvieron complacidos conmigo.
O no tuvieron más remedio.