25.10.07

Perspectivas

Cuando era chico había un tipo de fiesta popular en los barrios. Las kermesse, que todavía, en pocos lugares, continúan.
No recuerdo mucho de ellas, creo que escuché más hablar de las mismas que haber asistido. Pero a una al menos fui.
Algo así como un parque de diversiones al aire libre, en los que había músicos en algún escenario, montones de juegos del tipo tirar la sortija para embocar en los picos de botellas, pegarle con pelotas a un payaso, darle con un martillo a una cosa que subía y hacía sonar una campana...
Todos los que asistían, generalmente los viernes o sábados a la noche, salían con algún premio de los juegos.
Para mí era más fiesta de luces y de música que de entretenimiento en una calesita. Había lámparas con colores que yo no conocía, olores nuevos , humos verdes y azules que salían de la boca de cañones de cartón.
Y todo era gigante. Claro, yo creo que contaba con unos 3 años para esa época.
En otras oportunidades, la salida en familia era a un parque de diversiones más concreto: el Ital Park (que no se apuren en criticar como prehistórico porque lo cerró Grosso en los años ’90!).
De la primera vez que fui, muy chico también, sólo recuerdo que me perdí y que también todo era gigante.
Y que era ensordecedor el griterío de la gente y el ruido de los juegos.
A un circo nunca fui.
Al zoo fui “estando en brazos”, aunque si recuerdo haber ido otras veces, cuando todavía estaba en un estado paupérrimo (el zoo, no yo) y muy distinto al que es hoy. La visión de un pingüino desplumado y asfixiado por el calor me había estremecido, y juré no ir nunca más.

Ya más grande aprendí a mirar con otros ojos los lugares, encontrándoles, ahora sí, magia.
Y los objetos que antes eran gigantes, para los párvulos actuales son mejor asimilados como elementos de diversión.

De chico yo tenía pesadillas angustiantes con ruedas gigantes.
No me aplastaban ni me causaban daño, sino sólo rodaban a mi alrededor.
Ruedas monumentales, gordas, verdes, inmensas que no me alcanzaba la mano para abarcarlas. Y mi mano era ínfima.
Todo tenía una desmesura inalcanzable, y mis ojos se trataban de abrir más para contemplarlas.
Me despertaba sobresaltado y respirando acelerado pero la imagen de esos sueños me acompañaba por varios días.

Puede suceder con un crucero anclado en el puerto, con una estatua de medidas colosales u otro elemento. A veces, cuando me acerco a un objeto muy grande, me acerco a tocarlo en esos puntos en los que mi mano es ínfima comparada con el tamaño, aunque ya sin angustia ni tener sueños al respecto.

Salvo hace unas noches, que me soñé en una kermesse, donde una mujer muy gorda tocaba el saxo sentada en mis rodillas...

22.10.07

Espejismo de domingo

El mediodía de agradable calor me llevó, como mucho domingos, a caminar por ese pedazo de iracundo arranque de naturaleza porque sí, que es la reserva de costanera.
La bicicleta a mi costado, caminar es placer, caminar sin prisa demorando mirar una laguna que ahora las brisas le arrancan brillos mansos, mirar un pájaro que ya no nos teme, una flor que increpa desde su recién inaugurado amarillo tierno.
Caminar deseando que el momento se estire, caminar escuchando nada, degustando las ideas, los nombres que aparecen porque ahí tienen pista libre para despatarrarse sin pedir permiso.
Caminar sin ser nadie, sin esperar a nadie.
Gente que apenas miro pasa trotando, solitaria, encapsulados en la magia brotada de emepetres, enseñando a sus hijos a andar en bici, sacando músculos, metiendo panza, asomando tetas blancas al sol.
Yo también hago lo mío, destapo la botella de agua y dejo caer un chorro largo sobre la planicie que antes me preocupaba por despeinar en un revuelo desordenado, más antes aún en mantener atada para poder zafar de un trabajo demasiado almidonado, y más antes aún, en dejar que las ondas lleguen a los hombros manteniendo la promesa de años de anarquía importada de playas bahianas.
Aún desde antes de aquello, también visitaba este rincón con aire de salvajismo ciudadano, escapando de un cemento que siempre me quemó los pies, y del que pocos aromas se asomaban. Muchas veces la necesidad de verde me era imperiosa para contrarrestar la vida bajo tubos fluorescentes, la pulcritud y la anemia de deseos. Transpirar lejos de una pecera, sin máquinas estrepitosas ni respirando sudores importados de alguna dudosa Francia.
Volver a aquella sensación de chico, cuando las manos sucias, la tierra empecinada a instalarse en el cuello, la ropa jamás en punto de estreno no impedían a mis amigos llamarme por encima de la pared que lindaba nuestras casas a la hora de la siesta, para salir a descubrir el mundo que podía esconder un charco de agua después de la lluvia, o atesorar por las noches luciérnagas en un frasco vacío de mermelada.

Mientras caminaba lento, prolongando el camino, grupos de uno a tres caminantes transitaba a contramano de mi recorrido.
Los vi venir desde lejos, como a tantos otros, sin reparar en nada, ni la ropa, ni las risas. Pero cuando pasaron a mi lado, fijé mi vista en ella y su nombre se enmudeció en mi mueca de palabras sin sonido.
Me di vuelta –jamás lo hago- para reconocer su caminar. Podía ser, aunque su pelo no lo recordaba de esa manera. Me detuve con ganas de seguirla para confirmar, para mirar a la distancia aquella espalda que había rozado apenas con la punta de los dedos para no alterar un solo pliegue, durante tardes infinitas. Sus hombros que desfallecían como cascadas implacables hacia sus brazos largos como una ruta al ocaso del mundo, para terminar chorreando aquellos dedos livianos y sutiles.
La seguí por unos metros y me hice la pregunta.
La había guardado en aquella imagen del verano que juntos, sentados sobre la alfombra, dejábamos enfriar mates a cambio de besos sin sonidos, con los ojos abiertos tratando de acomodar el universo de nuestras miradas al placer, que siempre se desplegaba nuevo ante el contacto de los labios.
Me hice la pregunta y la respuesta asomó sola.
La miré cuando se alejaba, y el sol y la tierra del camino desbarataban en un espejismo su silueta.

19.10.07

Vacaciones ya!

Habiendo acumulado a lo largo de esta corta semana los suficientes acontecimientos para darme por satisfecho, paso a enumerar:

- Haber hecho saltar la alarma del trabajo, con la correspondiente visita del patrullero y demás personal de vigilancia.
- Quedarme incomunicado de teléfonos, celulares y handy.
- Dejar un supermercado apestando a vino luego de romper una botella –sólo un Bianchi cualunque- que me entorpecía para agarrar el vino que sí quería llevarme.
- Recorrer en un día 84 km –sí, los tengo registrados- en subte, tren, colectivo, ómnibus y remis.
- Recibir la devolución del control remoto de la tv por parte de Manuel del lavadero, adminículo que había llegado hasta ahí enroscado con toda la ropa.
- Haber quemado una pc, cuando se suponía tenía que arreglarla.
- No haber ingerido en toda la semana una sola comida decente.
- Trabajar en dos empresas al mismo tiempo viajando entre 3 y 4 veces por día a cada una.
- Salir a buscar a la pequinesa de la sra del 5° D que se había perdido en el barrio.

Luego de esto, ya doy por cumplida mi dosis de incordios y fatalidades hasta fin de año.

5.10.07

La fin del mundo

De chico había una serie de pelis que me dejaban fantaseando un tiempo largo.
Sábados de Súper Acción era un clásico. A partir de las 2 de la tarde, tres películas de esas entre bizarras y pseudo futuristas, donde las naves espaciales colgaban de visibles hilos de nylon, los trajes de astronautas parecían más mamelucos de operarios de subte con una pecera en la cabeza y cosas así. Pero era lo más.
Películas como “La cosa”, La mosca”, “Aracnofobia” entre muchísimas, dejaban su impronta en mi tierno marulito y en el de todos mis amigos del barrio.
Había algunas pelis, que hablaban del fin del mundo, obvio con invasiones marcianas, con catástrofes que pulverizaban edificios de cartón, con insectos gigantes, o con naves que se llevaban a unos pocos sobrevivientes para vivir en Venus.
La sensación luego de toda una tarde de ver tanto celuloide temático sobre destrucción a mansalva (nunca había sexo) era muy particular. No era temor, ni pavor desmesurado. Era simplemente que algún día algo muy, pero muuuy jodido pasaría en el planeta y la cuestión era cómo sobrevivirla.
Tratar de escapar, imposible. Tratar de luchar contra esos mutantes espaciales, irrisorio. Huir de las catástrofes, simplemente vano.
En realidad era más sorprendente o asombroso que temible, aunque acarreara la extinción de toda la especie humana, o casi.
Hay días que, al salir de casa, la sensación es similar al efecto que producían aquellas pelis.
Lluvia de granizos del tamaño de pelotas de tenis, calles anegadas por lluvias de media hora, caos de tráfico y caras desencajadas, furiosas, desconcertadas.
Hoy por la mañana en la calle se respiraba ese clima calamitoso.
La ciudad despertando hacia una jornada en la que el fin del mundo parece inminente.
Algunas mañanas son muy raras.
Mucho.