22.10.07

Espejismo de domingo

El mediodía de agradable calor me llevó, como mucho domingos, a caminar por ese pedazo de iracundo arranque de naturaleza porque sí, que es la reserva de costanera.
La bicicleta a mi costado, caminar es placer, caminar sin prisa demorando mirar una laguna que ahora las brisas le arrancan brillos mansos, mirar un pájaro que ya no nos teme, una flor que increpa desde su recién inaugurado amarillo tierno.
Caminar deseando que el momento se estire, caminar escuchando nada, degustando las ideas, los nombres que aparecen porque ahí tienen pista libre para despatarrarse sin pedir permiso.
Caminar sin ser nadie, sin esperar a nadie.
Gente que apenas miro pasa trotando, solitaria, encapsulados en la magia brotada de emepetres, enseñando a sus hijos a andar en bici, sacando músculos, metiendo panza, asomando tetas blancas al sol.
Yo también hago lo mío, destapo la botella de agua y dejo caer un chorro largo sobre la planicie que antes me preocupaba por despeinar en un revuelo desordenado, más antes aún en mantener atada para poder zafar de un trabajo demasiado almidonado, y más antes aún, en dejar que las ondas lleguen a los hombros manteniendo la promesa de años de anarquía importada de playas bahianas.
Aún desde antes de aquello, también visitaba este rincón con aire de salvajismo ciudadano, escapando de un cemento que siempre me quemó los pies, y del que pocos aromas se asomaban. Muchas veces la necesidad de verde me era imperiosa para contrarrestar la vida bajo tubos fluorescentes, la pulcritud y la anemia de deseos. Transpirar lejos de una pecera, sin máquinas estrepitosas ni respirando sudores importados de alguna dudosa Francia.
Volver a aquella sensación de chico, cuando las manos sucias, la tierra empecinada a instalarse en el cuello, la ropa jamás en punto de estreno no impedían a mis amigos llamarme por encima de la pared que lindaba nuestras casas a la hora de la siesta, para salir a descubrir el mundo que podía esconder un charco de agua después de la lluvia, o atesorar por las noches luciérnagas en un frasco vacío de mermelada.

Mientras caminaba lento, prolongando el camino, grupos de uno a tres caminantes transitaba a contramano de mi recorrido.
Los vi venir desde lejos, como a tantos otros, sin reparar en nada, ni la ropa, ni las risas. Pero cuando pasaron a mi lado, fijé mi vista en ella y su nombre se enmudeció en mi mueca de palabras sin sonido.
Me di vuelta –jamás lo hago- para reconocer su caminar. Podía ser, aunque su pelo no lo recordaba de esa manera. Me detuve con ganas de seguirla para confirmar, para mirar a la distancia aquella espalda que había rozado apenas con la punta de los dedos para no alterar un solo pliegue, durante tardes infinitas. Sus hombros que desfallecían como cascadas implacables hacia sus brazos largos como una ruta al ocaso del mundo, para terminar chorreando aquellos dedos livianos y sutiles.
La seguí por unos metros y me hice la pregunta.
La había guardado en aquella imagen del verano que juntos, sentados sobre la alfombra, dejábamos enfriar mates a cambio de besos sin sonidos, con los ojos abiertos tratando de acomodar el universo de nuestras miradas al placer, que siempre se desplegaba nuevo ante el contacto de los labios.
Me hice la pregunta y la respuesta asomó sola.
La miré cuando se alejaba, y el sol y la tierra del camino desbarataban en un espejismo su silueta.